En circunstancias que estamos próximos al pico de la crisis sanitaria por la que atravesamos, se cae de madura una situación: la ostensible ineficiencia operativa en el uso institucional de los medios y herramientas estatales para hacer frente a hechos extraordinarios, aunque no inéditos ni exentos de precedentes.
La situación de alarma sanitaria que enfrentamos se caracteriza por la extensión transversal de una epidemia que, no se sabe aún, tiene dimensiones de una guerra biológica deliberada, o es resultado de azares que se atribuyen a los murciélagos.
Para hacerse cargo del daño que puede causar a nuestra república una circunstancia tan grave en magnitud, la Constitución permite la suspensión parcial de la vigencia del orden que ella fija para el uso del poder del Estado frente a la sociedad, al amparo de un fin superior a los solos derechos individuales o sociales de los ciudadanos.
El régimen político prevé, en efecto, la atribución que tiene el jefe de Estado para declarar el estado de emergencia, siempre que se cumplan las condiciones que lo habilitan y que le permiten suspender parcialmente la vigencia de la Constitución. Esa suspensión deja al gobierno en un marco de acción excepcional, en el que el Estado asume poderes extraordinarios para cautelar efectivamente bienes nacionales y colectivos superiores a los derechos particulares y subjetivos de los ciudadanos.
Dos consecuencias institucionales se desprenden de la declaratoria de un estado de emergencia. El primero, es la entrada en vigor de un conjunto de procedimientos que canalizan la energía estatal según reglas que deben cumplir las instituciones que deben hacerse cargo del estado excepcional. El segundo, es la mayor y especial intensidad con que el régimen político exige que se realice el control sobre el uso de los poderes excepcionales del Estado.
Quienes operan el Estado, en consecuencia, deben contar con la información, el conocimiento y las habilidades necesarias para hacerse cargo del estado de excepción valiéndose de los procedimientos que la ley manda que utilice el gobierno, y dentro de las pautas y condiciones que esos mismos procedimientos disponen que se siga.
Complementariamente, la mayor disposición de cuotas de poder que tiene para sí el gobierno no es ni ilimitada, ni exenta de control. Por esta razón el propio régimen político, en el marco de un sistema de separación de poderes, impone, no la inoperación, el silencio funcional, ni la inactividad pasiva de los otros órganos del Estado, sino su mayor perspicacia y diligencia en el escrutinio, tanto de que el Estado funcione rigurosa y cumplidamente dentro de los cauces institucionales que la ley prevé, como que los usos de los poderes excepcionales con que cuenta el gobierno no se registre con exceso alguno.
Lo que la experiencia en los usos y operación de este estado de excepción nos muestra, cabe describirlo como un estado alarmantemente inadecuado en el funcionamiento del régimen político, y en el incumplimiento del marco constitucional para el uso idóneo de las medidas para usar extraordinariamente la suspensión de las libertades fundamentales que la Constitución le concede al gobierno.
En primer lugar, porque la crisis sanitaria ha mostrado la larvada ineptitud del Estado, en materia de prevención de riesgos. No se previó medidas en la diversidad de sectores para gestionar las necesidades colectivas y estatales. La incapacidad de los diversos períodos o ciclos políticos ha desnudado la incompetencia monumental de nuestra clase política para contar con una cartera de proyectos de inversión relacionada con contingencias como la que ahora nos toca padecer, pero, además, las incompetencias del gobierno para ejecutar los escasos proyectos que pudieran diseñar, aún cuando no hubieran planeado su diseño con tiempo. A lo que hay que añadir, por cierto, la miopía normativa en relación con la suspensión de las normas regulares para la contratación y adquisición de bienes y servicios durante estados de emergencia de la magnitud en la que nos encontramos.
Pero además del flanco del planeamiento en el que brillan por su ausencia la prevención de una infraestructura segura y medidas de habrían permitido cubrir las urgencias extraordinarias propias de una epidemia generalizada (repárese en el simple y sencillo hecho del número escaso de camas en las unidades de cuidados intensivos en los hospitales públicos, por ejemplo), es igualmente una grave deficiencia que el gobierno no proceda según las normas que sí existen y que se aprobaron para atender la suspensión de la Constitución durante estados de excepción.
Así como es mandatoria la ley del sistema de seguridad y de defensa y el uso del Consejo de Seguridad Nacional cuyas sesiones deben realizarse regularmente cada tres meses y extraordinariamente cuando circunstancias como por las que atravesamos lo exige, a solicitud de cualquiera de sus miembros, del mismo modo, y por lo apremiante de la misma necesidad y circunstancia, al Congreso también le corresponde monitorear el correcto uso de la atribución excepcional del gobierno para que el uso del poder se rija por los parámetros institucionales que las leyes del Perú disponen. El Congreso es a quien debe rendir cuentas el gobierno por la declaratoria de estado de emergencia, y en esa capacidad su rol es examinar si durante el estado de emergencia el gobierno actuó según la ley, o si, por desconocimiento, impericia o negligencia, omitió regirse por la ley y excedió el marco de discrecionalidad que la ley le enmarca.
El Congreso es responsable de verificar que el poder del gobierno no se convierta en el uso autocrático de su discrecionalidad para actuar arbitrariamente. El Presidente de la República se somete a la Constitución y a la ley, y el Congreso es la agencia encargada de evitar tipos de concentración de poder que importen o signifiquen la negación de nuestro régimen democrático y republicano. Esa es una consecuencia obvia y natural del carácter representativo de nuestra democracia.
Los hechos muestran que el gobierno no se ha regido ni ceñido a las reglas institucionales para los estados de excepción, porque sumido en una nebulosa de informalidad imagina comités paralelos sin usar los que la ley manda que se convoque y que se utilice de acuerdo a las funciones que le corresponden. Si esto es así, existe inacción y responsabilidad por la inadecuada dirección del sistema de seguridad y defensa nacional. Y si hay responsabilidad debe identificársela y precisar quiénes son los responsables.
Los hechos también muestran que el parlamento no ha comprendido que tiene una labor crítica y decisiva en garantizar la vigencia de la legalidad bajo la suspensión de los derechos constitucionales de los ciudadanos. Esta responsabilidad les corresponde, por lo tanto, primariamente, a los partidos políticos que no seleccionan idóneamente a los candidatos entre los que el elector vote para que se desempeñen según las competencias que se requieren para que el parlamento cumpla las funciones estatales que la Constitución le confía y asigna.
Durante el estado de emergencia el Presidente de la República no queda librado a su sola discreción ni a sus solas y buenas intenciones. Y si cree estar por encima de la ley y de la Constitución él y sus ministros son constitucionalmente responsables, por acción y por omisión.
El Congreso tiene en estos momentos que cumplir la tarea que la Constitución le asigna. Es ahora el centro de control de la constitucionalidad y el titular de los procesos de revisión y de monitoreo que no dejen a la ciudadanía a merced de modos o estilos absolutistas de ejercicio del poder ajenos completamente al orden al que debe sujetarse toda autoridad desde que jura cumplir la Constitución y las leyes de la república.